Verónica Ortíz
Una conocida empresa de comunicaciones nos
hace una interesante propuesta desde sus afiches publicitarios: ser
“ilimitados”. ¡Nada más y nada menos! Corrijo, “nada más” no, porque lo
sin-límite se fuga en una deriva al infinito de tal modo que no se podría
pensar en “nada más” ya que es necesario un “hasta acá” para pensar en “más
allá de acá”. “Nada menos” es lo que nos promete la publicidad; allí radica el
truco: que no exista el menos, que no exista la falta.
La falta es algo muy mal visto en estos días,
tiene mala prensa. La oferta es colmarla con el consumo de objetos tecnológicos
ilimitados. Estos “gadgets”, como los llamó hace ya muchos años Lacan, dan la
ilusión de no tener límites: cada vez más rápidos, más portátiles, con más
funciones… han de hecho desdibujado en gran medida el tiempo y el espacio como
los conocíamos. Podemos hoy conversar con alguien en Japón, sostener una
teleconferencia o capacitación a distancia, filmar, reproducir, proyectar,
almacenar y enviar imágenes y grabaciones de modo casi instantáneo o recibir un
fax que por milagro tecnológico da la sensación de acercar la materialidad de
lo escrito desde lugares recónditos.
Hasta ahí todo muy bien. El problema comienza
cuando empezamos a creer que esto nos vuelve mágicamente ilimitados. Entonces,
tener el celular de última generación se convierte en una necesidad vital para
obturar la incompletud, la falta.
Algunos de sus nombres: enfermedad,
desencuentros, vejez, pobreza, pérdidas, soledad, incapacidad, fracasos, impotencia, deterioro del cuerpo, transitoriedad,
muerte. Destino inexorable de lo humano, la incompletud nos habita. Toca a
nuestra puerta antes o después pero toca, nos toca, siempre. ¿Nos ayudará en
ese momento la feliz promesa del sin-límites de la posmodernidad? ¿Aquella que
nos vuelve consumidores caprichosos y exigentes, ávidos de más y más?
La casi inmediata obsolescencia de los objetos
tecnológicos complica el panorama del
consumidor a la vez que promete mayores ganancias en el mercado: el día
que por fin adquirimos nuestro preciado
chiche nuevo, ese mismo día –¡Ley de Murphy!- es lanzado en algún lugar del mundo otro más
novedoso, con mayor alcance y funciones más sofisticadas y por supuesto más
caro, dejándonos un gusto amargo en la boca porque nuestro objeto, justo cuando
creíamos que lo habíamos atrapado, se volvió a desplazar y el feliz e ilimitado
dueño… es otro.
Consumidores exigentes y caprichosos, a veces,
muy parecidos a niños. Es un aspecto que explotan muy bien los afiches “ilimitados”.
Por ejemplo, una mujer, crecidita ya, sacando la lengua. La imagen comunica: sé
una niña caprichosa, y supuestamente muy libre (en todo lo que no sea consumir,
ya que debes consumir este producto) y, debajo, la leyenda ILIMITADA.
En un blog diseñado como complemento a las
cátedras de publicidad de las universidades se nos explica: “Cada una de las
piezas, incluidas en TV, gráfica y radio, destaca los beneficios para cada tipo
de clientes bajo el mismo concepto: Todos juntos, Todo el tiempo, en Todos
lados de manera ilimitada”. Sí, el Todo está tres veces, y con mayúsculas. La
separación en tiempo, lugar y del otro es anulada. Los sujetos son reducidos a
“tipos” de consumidores diferentes pero la diferencia se acaba ahí ya que son
distintos tipos bajo un mismo concepto: el Todo. Podemos preguntarnos ¿Qué
lugar para cada uno?
Freud nos advertía: “Si quieres soportar la
vida, prepárate para la muerte[1]”.
Parece una sugerencia algo lúgubre. Muy por el contrario: se trata de una
invitación a dejar de ser niños, aquel “niño generalizado”[2]
como decía Lacan y como recrea Enrique Acuña: “niños inocentes que ignoran su
implicación en las acciones cotidianas[3]”.
Frente a la eterna niñez del consumidor
compulsivo, una propuesta: atreverse a saber, el sapere aude kantiano. Porque el método de obturar la falta con
objetos del mercado no suele acabar bien. De la manía consumista a la depresión
generalizada hay sólo un paso. Por más que nos pasemos la vida entera negando
la falta, ésta siempre encuentra el modo de colarse en ella. Aún los ilimitados
tienen un límite, por mucho que se dediquen a no saber nada de eso.
[1] Freud, Sigmund Nuestra actitud
ante la muerte (1915) Obras
completas Amorrortu Volumen 14
[2] Lacan, J. Otros escritos
(2012) Paidós.
[3] Acuña, Enrique Lo que el diablo
enseña. Revista El puente N2. A.C.I.D. Corrientes-Chaco
No hay comentarios:
Publicar un comentario